Hay un silencio desolado, apenas un mínimo murmullo se escucha. La gente se acomoda incómoda, poco familiarizada, en los asientos verdes, mirando a su alrededor, echándole un vistazo a las luces titilantes, a la voz mecanizada que anuncia el recorrido. Un perfume de limón impregna el ambiente. Te sentís primer mundo en esa cabina silenciosa que recorre las vías. Incluso los viajantes más asiduos se sienten desorientados. Las estaciones son las mismas pero se borró ese filtro sepia, ya no se alcanza a visualizar el exterior en marcos de madera con luces parpadeantes y tenues que a veces eligen extinguirse, esas luces generadoras de supersticiones y taquicardias. Ahora es más bien un criadero de gallinas, los focos encandilan los ojos. El movimiento es leve y el sonido metálico, atenuado. Nadie entiende por qué hay un caño en el medio del paso, todos esperan que llegue un stripper y comience su show. Pero solo es utilizado por un grupo de adolescentes granulientos que lejos están - afortunadamente - de desnudarse en público. Las miradas cruzadas demuestran la complicidad, esa complicidad típica de quienes temen no llegar a destino, quienes imaginan un desperfecto inesperado, un error de cálculos. Sin embargo, todo marcha bien y los aventureros deben reservarse sus visiones catastróficas pobladas de ratas y de héroes anónimos que ayudan a las ancianas a descender del tren y las conducen a su salvación inmediata con paciencia y vocación para otra ocasión. Y así concluye el viaje hasta primera junta - el primer viaje en los subtes de Mauri.
No hay comentarios:
Publicar un comentario