Cuando terminé de leer las Cartas del viaje a Oriente corrí a bañarme, como si necesitara sacarme el gusto del beso pastoso de ese viejo perverso, sifílico, cháncrito, cuya perfidia me había acompañado durante las semanas que conllevó la lectura del volumen; como si estuviera huyendo de mi propio grotesco, de mi vómito fétido, de mis meos de parada en el baño de algún bar en San Telmo, empapándome los pantalones de impaciencia o de idiotez, o más bien de incapacidad, de mis gritos y amenazas infundadas al terminarse la cerveza, escupiéndole la cara al empleado del bar y reprochándole el no haber abastecido a tiempo el recinto; escondiéndome de todo lo que al día siguiente me da vergüenza y miedo, porque la audacia ya no es una cualidad, sino un síntoma de locura; tratando de entender el por qué de este sexo-drogas-y-rocanrol desmedido e inhumano, que busca ayudar a encontrarme pero sólo aumenta la distancia entre mi Ello y mi Superyó, creándome alter-egos reprochables, execrables.
Cae el agua de las alturas, cual diluvio universal, e impulsa la barca donde únicamente mis cualidades se salvan, mi yo venerable y ceremonioso. Limpia y casta otra vez, retorno a ensuciarme de tinta, porque me gusta estar entre la mugre como puerco en su pocilga; (borracha la puerca), olvidándose de todo lo ceremonioso y venerable, y renunciando a ella misma una vez más.
Estas cosas y el tiempo
Hace 6 años
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