jueves, 24 de octubre de 2013

Algunas limitaciones

Nunca supe ser linda.

Una vez me quise hacer la linda y agarré un cepillo redondo, lo enrosqué en un mechón gigante de pelo y le di vueltas, y vueltas, y vueltas hasta que no me lo pude desenganchar. Mi padre y mi madre vinieron en comitiva a intentar deshacer el zafarrancho, sólo encontraron la solución en cortar las cerdas del cepillo una por una e ir liberando pelo por pelo. Se había metido pelo hasta en el tubo del cepillo.
No se cómo logré ese nivel alarmante de desastre, pero recuerdo que me tiraban fuerte para sacarlo, y yo lloraba pero más por miedo que por dolor. Pensé que nunca iba a salir. O por ahí lloraba porque no quería que me retaran. No se. No me acuerdo.
Otra vez, pero ya de más grande, mi mamá me plancho tan mal el flequillo que me puse a llorar. Lo tuve que enjuagar y volver a secarlo.
Todavía me acuerdo del desafortunado día en el que fui al trabajo en jogging - sí, jogging - porque había dejado secando un jean que tenía las botamangas mojadas y, cuando bajé a buscarlo, seguían en el mismo estado. No tenía ganas de subir a buscar otro pantalón, así que me dejé lo que tenía puesto. Ese día, lo que nunca, me mandaron al despacho de un funcionario importante a sellar unos certificados, asegurándome que él no iba a estar presente en ese momento. Pero, eventualmente, apareció.
Por último, me quedó latente el recuerdo de esa vez, cuando fui con mi madre a comprar unos borcegos. La que atendía estaba afónica y, por algún motivo que nunca logré descifrar, me caía mal. Le empecé a decir a mi madre, que insistía en que me comprara lo que había ido a buscar, que me quería ir. Al final, solo para satisfacer la demanda materna, elegí los primeros borcegos que me había probado - con tal de salir de ahí cuanto antes. Me asfixiaba ese ambiente. No, no necesito nada, estoy mirando. Para ser sincera me quedó espantoso. O por ahí lo espantoso es el precio, no se, no me molestes.

¿Por qué a veces se hace necesario un pacto con la estética? ¿Qué es tener una "buena presencia"?

Es un misterio para mi, pero trato de ir reconciliándome. De vez en cuando - ahora con más frecuencia - voy y gasto parte de mi sueldo, en un gesto completamente consumista e impulsivo. Pero aún no logro pasar horas mirando vidrieras, deseando lo que no puedo tener o recorriendo shoppings. Mis compras son casi robos, son clandestinas, voy directo a lo que me gusta, lo agarro y lo pago rápido, antes de arrepentirme.
Se que soy una adicta a los lunares, estoy tratando de dejarlos, lo juro. Es difícil. Por ahí los reemplazo con rayitas.
En el pelo uso moños de nena de cuatro años que compré - en uno de esos momentos de frenesí que describí más arriba - en un local donde podés encontrar las cosas más inútiles y de peor calidad de la existencia. Sin embargo, me gustan mis moños. Son todos iguales, uno de cada color, para combinarlos con la ropa - ciencia que tampoco manejé jamás.
Creo que fracasar en mis intentos por ser linda es una de mis limitaciones. Me sale mejor si no intento. Aunque admito que es conveniente evitar los joggings - al menos en día laboral. El resto debería estar permitido.

Es fácil detectar la enfermedad en edad temprana. Si, mientras todas las nenas disfrutan pasando eternas horas en la peluquería, a los doce se hacen su primera tintura, a los trece se colocan las extensiones, a los catorce van a clases de danza jazz, a los dieciséis consiguen un novio que les dura dos años, a los diecisiete se hacen el shot de keratina y a los dieciocho -cuando ya es tarde para impedírselo - se aventuran con su primer tatuaje, tu hija no hace nada de eso, se dedica sencillamente a escribir canciones en un cuadernito, su color preferido es el rosa chicle, se inclina por los amores platónicos y odia el voleyball, entonces la tiene. Lo más importante es diagnosticar, después vendrá el tratamiento.

jueves, 17 de octubre de 2013

Moleskine perdí-la-cuenta (a falta de mejor título)

Cuando terminé de leer las Cartas del viaje a Oriente corrí a bañarme, como si necesitara sacarme el gusto del beso pastoso de ese viejo perverso, sifílico, cháncrito, cuya perfidia me había acompañado durante las semanas que conllevó la lectura del volumen; como si estuviera huyendo de mi propio grotesco, de mi vómito fétido, de mis meos de parada en el baño de algún bar en San Telmo, empapándome los pantalones de impaciencia o de idiotez, o más bien de incapacidad, de mis gritos y amenazas infundadas al terminarse la cerveza, escupiéndole la cara al empleado del bar y reprochándole el no haber abastecido a tiempo el recinto; escondiéndome de todo lo que al día siguiente me da vergüenza y miedo, porque la audacia ya no es una cualidad, sino un síntoma de locura; tratando de entender el por qué de este sexo-drogas-y-rocanrol desmedido e inhumano, que busca ayudar a encontrarme pero sólo aumenta la distancia entre mi Ello y mi Superyó, creándome alter-egos reprochables, execrables.
Cae el agua de las alturas, cual diluvio universal, e impulsa la barca donde únicamente mis cualidades se salvan, mi yo venerable y ceremonioso. Limpia y casta otra vez, retorno a ensuciarme de tinta, porque me gusta estar entre la mugre como puerco en su pocilga; (borracha la puerca), olvidándose de todo lo ceremonioso y venerable, y renunciando a ella misma una vez más.

 
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