martes, 25 de octubre de 2011

Amor a la sabiduría

Tiene un brillo tornasolado en los ojos cuando menciona esas palabras, como si fuera el mismísimo prisionero de la caverna y hubiera visto la luz del sol, directo en los ojos, y esa luz le perdurara en la pupila, encapsulada en la imperfección verdosa de la mínima mancha circular que la distingue del resto. Menciona unos nombres, un Nietzsche, un Heráclito... y se desata una magia secreta en su pecho, es como una maniobra de Heimlich, como savia que revitaliza un tallo seco y lo llena de vigor. ¿Y cómo podría hacerme sentir el ser testigo de tal fenómeno, cuando parece que hace tanto que esperaba expresar su comprensión, su concepción...? Hay como un ansia que juega tras bambalinas, como la verdadera quintaesencia de la introversión: el deseo de ser oído. A veces espero cumplir mi papel de manera acertada, disfruto dándole respuestas modalizadas por mi insignificante subjetividad. Pero para él no es suficiente, porque la seriedad que le atribuye a sus paradigmas es tal que no hay lugar para mi "humilde" opinión - a veces. Porque algo de obstinación, algo del querer efectivamente representar a ése incomprendido, algo de esa aspiración a la originalidad lo lleva a subir las defensas y me obliga a pagar peaje para permitir que mis ideas pasen por ese filtro de fuerte inconmensurabilidad. Sin embargo, aún perdida mi batalla, lo encuentro de nuevo explicándome cómo para Pitágoras el 1 es el número divino, cómo la filosofía es el principio de todo, y me basta con revisar disimuladamente esos ojos para vivenciar de nuevo su entrada a la caverna, mientras se abre paso entre las sombras para (podría decirlo que así lo considera, por su elocuencia) sacarme de mi ignorancia. Secretamente me hago la ignorante. Secretamente sólo está haciendome feliz.

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