Hoy en el colectivo había un pibe con toda la pinta de
american psychobolche - un sketch de Capusotto, para quienes no lo conocen.
Boina CON POMPÓN negra ladeada hacia la izquierda,
pelo lacio, largo y graso; zapatos de suela y cordones gruesos y la campera
colocada cual poncho por encima del hombro. En el mismísimo momento en que la
idea se insinuó en mi cabeza, miré hacia la izquierda - a través de la ventanilla - y
visualicé, por vez primera, como un milagro, como una visión, la cara del Che
pintada sobre una pared. ¡Qué maravilla! (las coincidencias).
Primero vi a la cuarentona sentada con la chirusita que escuchaba cumbia a todo volumen, con su piercing en el labio superior - es impreciso decir labio superior, era el bozo - el pelo lleno de hebillas y una trenza completando el estilo. Traían muchos bolsos, como que se iban en un viaje largo, sentadas en los asientos que están dados vuelta - los que me marean, los que nunca acepto aunque sea bondi lleno. Cuando se pasaron adelante empecé a sospechar. El chofer miraba disimuladamente por uno de los espejos a las mujeres, que se habían instalado cerca suyo, como controlando sus movimientos. Creo que vi la gota de sudor rodando por su rostro cuando la mujer rulienta le hizo un gesto a su ¿hija? para que se moviera. En un primer momento consideré a la mujer rulienta - la cuarentona - como la esposa del chofer, y a la otra como la hija. Después me di cuenta de que el chofer era demasiado joven para la cuarentona, entonces se me ocurrió que en realidad lo que estaba sucediendo era que el chofer estaba camelando a la niña desde hacía un tiempo, y la madre le había propuesto aceptar la propuesta de casamiento de su yerno hacia su hija SÍ Y SÓLO SÍ - y escuchen bien - podía corroborar por un día que él fuera un conductor decente, recto, un ciudadano hecho y derecho. Cuando subía una mujer al colectivo, la madre y la hija, como un jurado dignísimo e insobornable, corroboraban que la mirada del pretendiente no se deslizara por el escote de la señora. Pero el control no finalizaba allí: cuando la señora terminaba de pagar el boleto, Su Señoría se encargaba de asegurarse de que su futuro hijo político no observara disimuladamente el espejo retrovisor en busca de otros atributos femeninos. Si el semáforo estaba en rojo, la matrona confirmaba que los neumáticos no tocaran la senda peatonal. La hija parecía indiferente, no le interesaba realmente si su prometido pasaba la prueba de fuego, solamente quería bajarse de esa cachitrina para poder llegar a su casa y sacarse fotos en el espejo haciendo cara de pato. Yo sentía los nervios de ese pobre hombre, como si estuviera rindiendo una prueba de resistencia sin gatorade, utilizando sus últimos esfuerzos para mantenerse concentrado, frenar a tiempo, no olvidar poner el giro en la siguiente bocacalle, jugándosela para ganarse el respeto de su amada. Noté que en algunas ocasiones el pie se le deslizaba del acelerador, como si no pudiera, como si estuviera bajo demasiada presión, ¡POBRE HOMBRE! ¿NO SE DAN CUENTA, BRUJAS, DE QUE SÓLO QUIERE TRABAJAR?
Ella venía llorando porque se había terminado, y porque el colectivo había tardado una vida, y porque unas viejas que hablaban muy fuerte y hacían preguntas retóricas le caían mal. Mientras se retrotraía a los últimos momentos, aferrándose de los pocos recuerdos fidedignos que podía rescatar en ese ovillo de incertidumbres, borraba los mensajes de texto que tanta satisfacción le habían producido al ser leídos una y otra y otra vez en una estación de subte, en un bar haciendo tiempo, en una reunión familiar. Agotado el placer, se hundía en la autocompasión, sabiéndose observada pero por completo indiferente a los códigos sociales impuestos. De repente cruzó la mirada con una mujer, apenas mayor que ella, que le ofreció un pañuelo descartable. Sintió que necesitaba decir algo, que ése era el único vacío capaz de llenarse en ese momento:
-Cosas que
pasan.- afirmó con convicción, secándose las lágrimas.
-Ya va a pasar.-
aseguró su interlocutora.
Y tenía razón. Todo
pasa.
En una de esas tardes de nudo en la garganta, la muchacha viajaba en colectivo con sus anteojos de sol. Se sentía protagonista de un melodrama, llorando tras los cristales, protegida por esa intimidad de algunas pulgadas que le otorgaban. Todo el viaje se desahogó de lo lindo, sin hipar, sin suspirar, sin emitir sonido, solo lágrimas silenciosas. Se sentía impune, como si estuviera cometiendo un crimen imperdonable y nadie tuviera pruebas para acusarla de ello. Cuando empezó a bajar las escaleras del subte, se sacó los anteojos y comprobó, con horror, que le faltaba uno de los vidrios. La coartada se destrozó. Con incredulidad, la protagonista siguió bajando las escaleras construyéndose una anécdota para subsanar el bochorno. Nunca se volvió a sentir tan cerca de los loquitos simpáticos que hablan solos, escrutados por la gente a veces con temor, a veces con lástima.
2 comentarios:
Mmm, ¿cuánto de imaginario hay en ese colectivo? Jajaja. Me encanta cómo forzaste la gramática española en algunas partes, después te lo comento en persona.
Listo, creo que cumplí con el deber de ser un buen primer comentario, ahora sí, me retiro orgullosamente(?).
¡¡Querido!! ¿¿Qué hacés por aca??
Para ser el primer y probablemente único comentario está muy bien.
Tu blog tiene telarañas, me parece que ya es hora de que lo renueves un poco...
Si forcé la gramática en algunas partes fue porque lo escribí a la 01:35 am, no me estigmatices!!
Hablando de gramática te tengo que contar una... ahora te mando sms.
Con respecto al texto, espero que no sigas pensando que soy demasiado dramática. Sí, lo soy, pero en realidad los últimos dos los puse de yapa porque me parecía que quedaba incompleto... no son del estilo que quería lograr. Empecé a buscar en mi cabeza situaciones de bondi que se me ocurrieran y esas fueron las únicas dos que me surgieron en ese momento
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