lunes, 1 de noviembre de 2010

Del estilo de "Cuentos de amor, de locura y de muerte"

"Según las conjeturas de un investigador ilustre, la última cosa que Horacio Quiroga vio en su vida (1a madrugada del 19 de febrero de 1937, cuando al fin decidió anticiparse con cianuro a su cáncer de próstata) fue un monstruo. Se trataba de Vicente Batistessa, una especie de hombre elefante o Quasimodo residente en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, que se había convertido en el enfermero oficioso y fiel del escritor durante su última internación."



Tendido en la cama de un hospital yacía. Sus ojos perdidos en los rombos del tapiz, filosos, profetas, testigos. Un miserable halo de luz jugueteaba entrometido por la persiana americana que tapaba la única minúscula ventana del recinto. Una pila de libros organizadamente acomodados a ambos lados de la cama. Una aparador lleno de algunas pertenencias y píldoras, muchas píldoras. Y él, tendido. Mirando esas figuras, sí, pero su mente estaba lejos. Ni siquiera ese día de verano lleno de tufo urbano podía compararse con el calor de la selva guaraní. Esa selva cuyos únicos árboles conocían sus secretos. Sus secretos eran oscuros, debía admitirlo, pero el karma había hecho lo suyo después de todo. No es que no estuviera arrepentido, sino que matar a un ídolo era un pecado, el único, que no deseaba cometer. Porque si llegara a hacerlo no serviría de nada. Si dijera la verdad no solo se destruiría a sí mismo sino que, además, arruinaría al excelente escritor que había creado. No importaban los medios de los cuales se había valido, solo el resultado. No le molestaba en lo absoluto el alto precio del destino, ya no.
Sus cavilaciones se encontraron interrumpidas por el repentino ingreso de un extraño individuo a la deprimente habitación. El enfermo sonrió ante su presencia, aunque la reacción de cualquiera hubiese sido sacar una escopeta y volarle la garganta. Su aspecto era terrorífico: tez pálida, piel cetrina, grandes ojeras, ojos saltones que se salían cada tanto de sus órbitas, sus cuencas eran profundas como un agujero negro mientras escrutaba la habitación; su nariz estaba aplastada, deforme, todo su rostro estaba excesivamente estirado, seguramente producto de una inoportuna cirugía, le faltaba una ceja. Su cuerpo era desproporcionado, destacándose sus manos enormes y la joroba con la que cargaba cada día. Pero aún no me detuve en la peor parte: sus comisuras formaban una mueca siniestra, esa rendija que para nosotros equivaldría a una boca era la única arruga que tenía en su cuerpo. Era tan pequeña, con labios finos y resecos, que apenas se entendía cuando hablaba. Lo llamaban “el hombre elefante” pero su verdadero nombre era Vicente Batistessa. Había ingresado al hospital hacía años, era quizá el paciente más viejo pero era difícil saberlo porque era imposible deducir su edad. Aún los médicos y las enfermeras, impresionados por su condición, evitaban acercársele. Había sido tratado como una bestia, confinado solo en un oscuro sótano, escondiéndose como un pecado físico andante; hasta que llegó el dueño de la habitación del hospital y le tuvo compasión. Lo cierto es que, salvando las diferencias, Vicente le recordaba mucho a quien una vez había sido su mejor amigo, a quien le debía todo.
Vicente avanzó lentamente hasta llegar al borde de la cama y se sentó. Su compañero seguía hablando sin notar la mano constante del otro por detrás de la espalda. Si nos paráramos de frente al lecho veríamos al enfermo recostado y al monstruo de espaldas, con una jeringa de aguja fina llena de un líquido amarillento.
Fue necesaria una sola distracción por parte del reconocido escritor para que Batistessa clavara con furia la jeringa en su pierna y vaciara su contenido en el enfermo terminal, quien empezó a ser víctima de terribles temblores. Convulsionado estaba su cuerpo, fuera de control sus sentidos, la vista comenzaba a nublársele, los rombos del tapiz a girar alrededor suyo. La confusión aumentaba con cada segundo, pero predominaba esa sensación de explosión de sangre en sus ojos y oídos, esa sensación de estar quemándose por dentro, los efectos que el veneno de la yarará cuzú producía. Su grito de auxilio se vio pronto ahogado por los sucesivos vómitos, imparables. Tomó del cuello a su agresor e intentó ahorcarlo pero pocas eran sus fuerzas restantes. Sin embargo, aún estaba lo suficientemente conciente como para escuchar el monólogo de este:
“-Mi queridísimo amigo, yo se cuánto te extraña encontrarme acá después de tantos años. En esto me has convertido, he sido una víctima de tu ambición infinita y ahora tú serás víctima de mi venganza despiadada. Al menos te planeé algo digno, no fue fácil conseguir el veneno de esa yarará, tuve que viajar hasta tu mugrienta selva amada y luchar con ella primero. No mereces que me tome semejantes molestias por vos, porque vos no te tomaste demasiadas cuando me apuntaste con esa escopeta acabando con mi vida. Porque si pensás que esto es vida estás muy equivocado. Mi vida, mi existencia, se acabó cuando te vi triunfar a costa mía. Confié en vos, te enseñé esos textos para que me dieras tu opinión, y, tan pronto como pudiste, me sacaste del camino y los publicaste a tu nombre. Maldigo el día en que te conocí Aún no entiendo cómo tuviste el tupé de decir que mi muerte había sido un accidente. ¡Ni siquiera titubeaste! Lo recuerdo muy bien, me apuntaste justo en la boca y disparaste. Pero ahora seré yo el que salga impune, motivos para suicidarte te sobran. Ojala nunca halles paz, para mí todas tus tragedias no han sido suficiente castigo. Yo sí he hallado la paz ahora que he hecho justicia.”
Esa última palabra resonó en la cabeza del envenenado hasta el último segundo de su agonía. Su cuerpo, cansado de luchar, se desplomó en la almohada con el peso de mil yunques tras su último suspiro. Sus ojos llorosos tuvieron como última visión a su deforme victimario, también fue la vacilante, casi inentendible voz de este, la última que oyó. Comprendió, con horror, que detrás de esa máscara de defectos físicos se encontraba su amigo Federico, ese al que alguna vez creía haber asesinado.
Cuando todo el proceso terminó le tomé el pulso. Ningún martillo golpeteaba en esa articulación inerte. Luego, saqué un embudo y un frasco de mi sobretodo. Coloqué el embudo en su boca, que había quedado abierta, y eché todo el contenido del frasco de cianuro. Sinceramente la venganza no me sirvió de mucho. Me di cuenta meses después de que siempre sería recordado o como el desdichado amigo de Horacio Quiroga que sufrió de un fatal accidente o como el único testigo ocular de su “suicidio”. Nunca como el excelente escritor que fui y seré mientras los falsos escritos de Quiroga sigan siendo leídos y admirados.

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