domingo, 14 de noviembre de 2010

Hubo una época en la que estaba completamente obsesionada. Hubo una época en la que escribíamos mucho en producción del mensaje. Hubo una época... Todavía espero la época en la que no tenga que llenar de contraste tu foto para publicarla en algún lado.









Un chasquido. Un chasquido hacía falta nada más. Para hipnotizarla, para perturbarla, para desnudarla. Estaba a sus pies. Una sola palabra.

Ese leve rumor suscitaba en ella esas pasiones, podía casi sentir que las conocía sin ser erudita, de hecho ignorándolas por completo. Y a veces llegaba la voz, y a veces no lo hacía. Pero ella la esperaba ansiosamente, sus sentidos atentos, sus poros acechantes al tacto impoluto y traicionero. Al tacto ausente, ese que generaba una desesperación y necesidad incalculables, pero necesidad de ese tacto, de esa voz, no de otro. El conflicto estaba en esa ausencia. Cuando comenzaba a acostumbrarse a ella, más aparecían las señales. O era más bien la inesporádica* presencia, que la dejaba como un mar furioso, un niño curioso, un espejo roto en mil pedazos, un hielo acuoso. Esos lapsos de presencia de la voz solo provocaban un apetito voraz que nunca era posible satisfacer, solo apenas, cuando retornaba al nido, ese nido carente de amor, frío, poco alimentado. El sonido volaba como lo hacía el pichón, se posaba en otro nido y la abandonaba a su suerte nuevamente. Había una pretensión constante de atención, solo a veces atendida. ¿Era posible vivir así? Pero, realmente, ¿Tenía sentido buscar otra alternativa?

Él era un faro. Un faro que la arrastraba a algún confín solitario, gris, casi infernal. Era imposible desviar el curso del barco, porque era ese el único confín que conocía, más allá de las desventajas que significaba. Y él era el inigualable faro que, a pesar de todo, la guiaba. Dolía, pero valía la pena, o, al menos, ésa era la única opción.

Las esperanzas estaban marchitas, casi cuatro años de expectativas desechas. Pero de alguna manera sabía que algún día la voz se iría apagando, el rostro desfigurando, ya no recordaría si sus ojos eran miel o azules, y el chasquido, al fin, no funcionaría.

Mientras tanto, esperaba impacientemente su nueva oportunidad de oírlo, con esa cadencia arrogante, casi cómica. Oírlo con esa incertidumbre certera, ese egoísmo egoísta, porque, al menos hoy, nada más importaba.


*Sí, inventé una palabra...

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